
“Un extraño sueño asoló una vez mis noches en vela. Era yo solamente un hombre, perdido en la inmensidad del mar, en busca de una isla que no dejaba de acuciarme en sueños. Aquella, la que se ve de lejos, decía yo en tono grave, con una luz encendiéndose en mis ojos tras nombrarte a ti, al oro de tus playas. Incluso acontecía, que enemigos feroces a punto de lanzarse y destrozar mis huesos, refrenaban sus instintos al oír tu nombre, clamando y balbuceando sobre leyendas que contaban que llegaría un forastero, errabundo y oscuro que encontraría el rumbo a esas playas lejanas.
Quizás todos llevamos una isla en el alma, un medallón pulido con señales de un sueño que, roto y carcomido por la sal de los años, conserva los latidos de pasados anhelos. Y yo, un solitario marinero que entregó su vida, su palabra y su calma para ir en busca de su isla, que erró por los mares arrastrando naufragios, que asoló ciudades por venganzas ajenas y mintió hasta hacerse célebre en el engaño, desdeñando amores que le negaban su reposo. Llegué a tocar sus orillas, en mi sueño, y recuerdo que la calidez de la arena me reconfortaba y curaba las heridas de un corazón desvencijado por la salitre. Pero vientos contrarios me alejaron de nuevo de su vela. Y estaba viejo, cansado, temeroso. Y seguía viéndola a lo lejos.”